Pedro Felipe Granados
Leí en cierta ocasión que, en la China de Mao Tse Tung, los burócratas del régimen echaron las siguientes cuentas, y espero que mi lectura no fuera un cuento chino, porque en él voy a basar mi artículo: tantos millones de hectáreas sembradas de cereales, tantos miles de millones de aves, cada una de las cuales consumía a diario equis granos de estos cereales, daban como resultado unas pérdidas de miles de toneladas en las cosechas. Cifras mareantes, pero hablando de China, los números, ya se trate de personas, de hectáreas, o de algo tan simple como los guerreros de terracota de Sichuan, van siempre por miles o por millones.
Esos cálculos llevaron a los mismos ideólogos a crear un método para atajar las pérdidas, y sólo se les ocurrió sacar a las calles y los campos a millones de ciudadanos en todo el territorio, con palos y objetos para hacer ruido.
Durante días, a lo largo del inmenso y lejano país, sólo se oyó una batahola monumental que impedía a las aves posarse en árboles, rocas o aleros, aves que, asustadas, morían de extenuación mientras volaban, al no hallar ningún lugar para el descanso. Aquel año, las cosechas fueron excelentes, magníficas, inconmensurables. Los autores del proyecto recibieron los parabienes de las autoridades del país.
Lo peor vino después. En años posteriores, los insectos mantenidos a raya por las aves masacradas, volvieron multiplicados por la ausencia de sus depredadores naturales, y las cosechas quedaron arrasadas. Aquellos burócratas entendieron entonces que el planeta está conformado por una serie de cadenas interconectadas que tejen la sólida estructura natural que conocemos. La rotura del simple eslabón de una de ellas produce efectos desastrosos para el resto del sistema.
Aquí, al otro lado del mundo, no sé si hemos aprendido alguna de estas lecciones. No soy biólogo, sólo un observador que contempla hace años cómo, a la orilla del mar, ya no hay erizos (los recuerdo con emoción, aunque más de una vez tuviera que sufrir sus espinas incrustadas en la planta del pie), ni lapas sobre las rocas, ni algas, y que en los campos escasean, cuando no han desaparecido, las mariposas, que de noche es casi imposible ver luciérnagas -aquellos gusanos misteriosos con un punto de luz que recorrían los campos en las noches lejanas de la infancia-. Y no es que hayan desaparecido, es que tengo la sospecha de que los hemos liquidado con los insecticidas. Ya casi no hay olmos, derrotados por la grafiosis, y la enfermedad amenaza de muerte a las encinas, con lo que, tras ellas, se irán las bellotas y, a la zaga, el cerdo ibérico, que tan buenos momentos nos depara.
Otros árboles desaparecen: las hayas, nogales e higueras, en el mejor de los casos sustituidos por eucaliptos y pinos, árboles éstos que arden como teas cuando el verano se embravece, y sobre todo cuando ciertos descerebrados, y quienes los envían como heraldos del fuego, queman los montes. En este caso no son roturas inocentes de la cadena. He podido contemplar, durante los muchos años que he viajado a Cataluña por la costa, cómo iban desapareciendo paulatinamente, en una cadencia programada de incendios, los bosques mediterráneos sobre los montes desde los que se podía ver el mar. En su lugar florecieron las urbanizaciones. Y ya sabemos a dónde nos ha llevado este negocio. Ese mismo mar en el que ya casi no quedan peces, pues los hemos eliminado, por lo que hemos de buscarlos en otras latitudes, que no nos pertenecen, y cuyos habitantes los defienden, a veces con violencia.
Se rompieron eslabones naturales cuando se alimentó con piensos de carne a las vacas, que, lo saben hasta los escolares, comen hierba desde que están en el planeta. Las consecuencias de la estupidez de querer convertir a herbívoros en carnívoros las conocemos: las vacas se volvieron locas, y los que comíamos vacas nos quedamos casi peor que ellas.
Es algo muy sencillo de comprobar que con una cadena unimos de manera férrea cuerpos, elementos diversos e incluso continentes (los cables y tubos transoceánicos, una variante de las cadenas, transportan gas, electricidad, comunicaciones…, y unen), y que con ella podemos arrastrar pesos inverosímiles. Una cadena con un solo eslabón roto pierde toda esa fuerza, toda la inmensa potencialidad que le da el conjunto de sus eslabones, y ya no sirve para nada. Cadenas.